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jueves, 30 de mayo de 2013

GRABANDO... (Cuento finalista del certamen Hijos de Mary Shelley)

Portazos, gritos… Era un ritual para nada desconocido. Ella, arrinconada en su cama, acosada por una maleta abierta y vacía sobre la que el aire enrarecido sostenía una orden muda: “llénala con lo imprescindible”. Era verdaderamente amenazadora. Aquella maleta abierta simbolizaba la rendición, el fin del único núcleo familiar que había disfrutado, el mismo que en ese instante deshilachaba sus últimos hilos de unión.
Estrechaba contra su pecho un harapiento peluche que en algún momento de su existencia había sido blanco y peludo. Desde su mente, le susurraba palabras de ánimo a ese ser inanimado. Juntos habían pasado por momentos desagradables como el que se desarrollaba aquella mañana de domingo. Acariciaba su deforme cabeza, acunándolo contra su pecho con un profundo sentimiento maternal, tratando de encontrar así serenidad entre el vocerío huracanado que asediaba su casa.
El volumen de la discusión aumentó de tal modo que logró traspasar los auriculares que inútilmente trataban de aislar a la joven.
Ésta, apretó los párpados fuertemente contra sus ojeras, y apretó aún más al peluche contra su pecho. Era algo mayor para esas cosas, pero le daba igual. El griterío llevaba un ritmo frenético, subió el volumen de la música con la esperanza de ahogar los reproches que se colaban por las aristas desocupadas del umbral de su habitación. ¿La canción? Era lo de menos. Había elegido ésa y no otra entre su selección de rock por la voz del cantante principal, desgarrada y gutural. Apenas vocalizaba, pero aquellas atronadoras cadencias eran las únicas capaces de ahogar mínimamente el estruendo de las dos bestias que se batían en el salón de su casa.
De nuevo, otro portazo. Las puertas, como ella, eran los personajes secundarios que sufrían en primera persona aquellos devastadores encuentros.
Los ojos escocían. Lágrimas dejaban tras de sí cálidos y húmedos rastros. Parecía imposible entre aquél descontrol, pero agotada, cayó rendida, sumiéndose en un profundo y reparador sueño.

Desesperación. Rabia. Súplicas ignoradas. Cuchillos afilados. Arterias interrumpidas. Silencio. Paz. Muerte.   


Despertó con el cuello rígido y dolorido. Su postura no era la más indicada para dormir, y ahora su cuerpo sufría las consecuencias, resultado de horas en mala posición.
En el horizonte, la urbe empezaba a encenderse progresivamente. Había dormido durante todo el día. Empezaba a desperezarse con actitud felina cuando algo rompió el silencio que abrazaba sus oídos; rasguños en la puerta. Supuso que después de discutir, a nadie se le ocurrió bajar al perro a la calle para que el animal desahogase su vejiga.
La maleta seguía ahí, tal y como la había dejado su padre por la mañana; abierta.
A duras penas y con gran esfuerzo logró incorporarse. Su cuerpo se quejó, obligándola a proferir un par de gemidos. Abrió la puerta a su desasosegada mascota, que buscó refugio a los pies de su dueña. Sus ojos se veían desorbitados por el terror, y en su hocico había una costra de sangre seca.
“Algo no va bien…”
Tardó un par de segundos en percatarse del putrefacto olor que en ese instante se colaba por la habitación como un fétido aliento

La fría y cenicienta luz del ocaso aportaba a la macabra escena un surrealismo propio de las escenas de terror. Ante ella, dos cuerpos inertes.
Los listones de madera del umbral cedieron como mantequilla derretida bajo la presión de sus esbeltas manos. Su garganta sufrió la quemazón propia de la náusea tras descubrir ríos de sangre empapando las sábanas, diminutas gotas en los rostros fríos y espantados, e imborrables manchas estrelladas en las paredes.

El primer impulso tras varios minutos de quietud total, fue abalanzarse hacia la puerta del piso. Tironeó nerviosamente del picaporte, al tiempo que descubría con horror los fragmentos de la llave sobresaliendo por la cerradura. Estaba atrapada en un ático con los cadáveres de sus padres en plena descomposición y en los pisos inferiores hacía meses que no habitaba ningún vecino… El pánico se apoderó de ella. Estaba atrapada.
El terror se cernía sobre sus ojos, se movía frenéticamente por toda la casa. Sopesó la huida por la única vía de escape disponible; las ventanas. El único inconveniente era que tras ese vacío, encontraría la muerte, aunque, a pesar de ello, se planteó dejarse caer por una de ellas. Los bordes de su mirada empezaban a difuminarse, se mareaba y caía… Caía…

Arrepentimiento. Dolor. Ternura. Productos de limpieza. Sangre difuminada.

La quemazón en su nariz fue la culpable de devolverla a la realidad. Un penetrante olor a amoniaco le destrozaba la pituitaria desde el interior. Con el raciocinio aún abotargado consiguió incorporarse entre arcadas y mareos. ¿Qué hacía tan de mañana tirada en el sofá? La confusión nublaba aún más, si cabe, su pensamiento.
08:00 A.M. marcaba el reloj digital del salón. Por el resquicio que quedaba libre en la puerta del cuarto de sus padres se colaban unos pálidos rayos de sol, propios de la estación invernal, tan fríos, que podrían ser bruma. La puerta estaba entreabierta. No consiguió rescatar de sus recuerdos imagen alguna, pero intuía que algo había sucedido, pues un nudo doble le atenazaba la boca del estómago. “Paranoias”, susurró desde su mente al verlos sumidos en un profundo sueño.

Era temprano, desconocía el día de la semana que vivía. En su rutina nada cambiaba de un lunes a un jueves, sufría la misma monotonía fuera un día u otro. Por lo que decidió darse el gusto de regresar al cálido abrazo de sus sábanas, y arañar un par de horas más de sueño, ya que tenía la sensación de no haber dormido apenas aquella noche. Sentía brazos y piernas agarrotados, pero no recordaba haber hecho esfuerzo alguno en días anteriores. Sin darle mucha más importancia se dejó arrastrar de nuevo por el cansancio.

Despertó a mediodía. Hasta ella llegaba el inconfundible aroma de las tostadas a punto de quemarse. “Papá anda hoy despistado…” Buscó a tientas sus pantuflas y salió a saciar el inminente apetito que despertaba en su interior.
Se lo encontró sentado de mala manera sobre un taburete en la cocina. Tenía la mirada perdida… Supuso que una mañana más se había despertado agobiado por la falta de trabajo y decidió pasar de puntillas sin llamar su atención. Rescató una tostada a medio quemar, y pegó un trago de zumo directamente del envase.
Seguía sintiéndose agotada a pesar de las horas de sueño extra de las que había disfrutado.

Con su padre en la cocina, y su madre probablemente dormida aún, aprovechó para ojear su correo y las redes sociales en las que se movía desde el ordenador que descansaba sobre la mesa. Sobre la pantalla, una pequeña webcam sujeta con una pinza. Algo llamó su atención; el piloto verde estaba encendido... Algo se revolvió en su interior. Buscó la carpeta en la que por defecto se guardaban todas y cada una de las grabaciones.
Había videollamadas privadas que nadie debería haber visto. Una punzada de vergüenza se apoderó de ella. Sintió un repentino impulso de borrarlas en un desesperado intento por hacer desaparecer ciertos datos, pero le pudo más la curiosidad de saber qué había grabado esa cámara de incógnito.

Al fin dio con la carpeta y la grabación adecuada. Recordaba esa videoconferencia, había tenido lugar la mañana de domingo en que sus padres comenzaron su discusión. Aquél bélico encuentro que temía, pusiera fin con sus puñales a la familia.  

El vídeo duraba varias horas. Adelantó la grabación en el reproductor de su ordenador hasta llegar a un punto en el que se distinguían gritos aterrorizados. La sangre se heló en sus venas cuando se vio aparecer a sí misma por los márgenes de la pantalla con los ojos en blanco, el pijama bordado con sombras intestinales, y carne inclasificable resbalando por el filo de un cuchillo entre sus manos.
Petrificada como se había quedado, continuó viendo la grabación. Volvía a aparecer varias veces. Se vio a sí misma reaccionar tras encontrar los cadáveres de sus padres, vio también cómo perdía la consciencia sobre el sofá del salón, y cómo, sonámbula, iba a la cocina y regresaba con paños y amoniaco. Se observó cómo arrastraba el cadáver de su padre hasta la cocina y escuchaba de lejos la conversación que tenía con él, simulando que desayunaban, como si todo aquello fuera parte de su rutina.

Observaba incrédula todo lo que ante sus ojos acontecía. Llevaba mucho tiempo harta de despertar los fines de semana entre griteríos acusadores. Harta de los intentos por involucrarla a favor de uno u otro… Pero jamás se creyó capaz de asesinar a sus padres –consciente o inconscientemente- en un intento de acallar sus rencillas.
Algo se removió a su espalda, alertándola de una presencia. La que un día fue su madre, pues aquél amasijo de cabello enredado y piel putrefacta no lo era en absoluto, empuñaba el mismo cuchillo de cocina que ella, horas antes, había utilizado para segar sus arterias.
El rostro, desencajado, destilaba sed de venganza. Cuando la joven quiso darse cuenta, el filo de aquél cuchillo ya hacía estragos entre sus vísceras, desgarrando tejido y bañándolo todo por la viscosidad de su sangre.

No había nadie para apagar el ordenador. La cámara continuó grabando.


Pasaron unas semanas antes de que el portero del edificio detectara la falta de movimiento en el ático y diera aviso a las autoridades. Fue necesario echar la puerta abajo, ya que las esquirlas metálicas continuaban en la cerradura, impidiendo su funcionamiento.
Los agentes encontraron a la joven en proceso de descomposición ante la pantalla de su ordenador, con el cuchillo hundido en su vientre, y una mano aún fija a su empuñadura. A sus pies, lo que quedaba de su madre.

Accionaron la reproducción del vídeo que grabó la cámara. Vieron cómo la joven se llevaba un cuchillo de la cocina tras tomar el desayuno, cómo arrastraba a su difunta madre hasta el salón, y cómo simulaba que era ella la que acababa con su vida.

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