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miércoles, 27 de febrero de 2013

Escribiendo de madrugada en el metro

Me fascina Madrid de noche. Más aún si ha llovido. Irónico siendo alguien que adora el buen tiempo y detesta chubascos, nubes grises y temperaturas bajas. Tal vez porque al llegar a casa sentiré su respiración, la transpiración de los muros, el exhalar pausado del hormigón. Tal vez porque al llegar a casa mis padres estarán en la cama, tal vez por esa ínfima independencia que siento al calentarme la cena a las 2 de la madrugada. Quién sabe, tal vez incluso por ese fotograma archivado en mi mente de aquella tarde en el Retiro a la que siempre me remito cuando Madrid se despliega ante mí nocturno y húmedo.
Madrid de noche... Tres simples palabras que empiezan a ser un tópico en el teclado de mi ordenador, pero es inevitable... Por razones que no vienen al caso, Madrid rezuma encanto de noche. Sí, a pesar de todos aquellos malintencionados que alimentan los prejuicios negativos hacia la urbe.
También es irónico que una chica de campo encuentre encantador ver reflejada la pálida y ambarina luz de las farolas sobre los charcos en las aceras. Si bien es cierto, en los 5 meses que llevo aquí, puedo haber visto la luna un máximo de tres veces. Sí, extraño contemplar un cielo nocturno salpicado de astros, anhelo el canto de los grillos en las frescas noches de verano... Pero he encontrado aquí, entre torres cementadas un encanto que las casitas de adobe no poseían. La majestuosidad de los gigantes frente a la pequeñez adorable de las casuchas medio derruidas.

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