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domingo, 24 de febrero de 2013

25 minutos

¡Por fin! Suena el timbre, comienza la encarnizada lucha por ver quién consigue salir antes de la clase.
"Tengo asuntos más importantes que cualquiera de vosotros" urge mi mente, mientras a codazos, consigo abrirme paso.
El pasillo... La prueba de fuego. Son 25 minutos escasos cada semana, y no estoy dispuesta a perderlos entre esta marabunta de rostros apáticos, gente a la que veo a todas horas y que jamás se han dignado a dirigirme la palabra. Yo soy la primera que prefiere la soledad a su compañía. Ojo, no me estoy lamentando, yo ya tengo cuanto puedo desear, aunque maldita sea, como no aparte más rápido a esta gente no llegaré nunca.

Azuzada por el veloz paso de los minutos, añado algún que otro puntapié a mi estrategia por abandonar el centro de estudios lo antes posible. Miro nerviosamente el reloj "23 minutos, ¡mierda!" Se acabaron las contemplaciones, uno a uno voy apartando los cuerpos, ignorando insultos y colecciones completas de palabras malsonantes. Desde el umbral de la puerta del centro, ante la atenta mirada del profesor al que ese día le toca supervisar salgo disparada a velocidad relámpago. Mis pies conocen el camino, no en vano he recorrido decenas de veces su calle en los últimos meses.

Su portal, ahí está, esperándome... "Ya estará arriba, seguro" Un suave golpe con el puño cerrado bajo la cerradura, y la puerta se abre ante mi sin necesidad de llave. Un pequeño truquito que nos ahorra tiempo... Ese preciado tiempo que no podemos permitirnos malgastar con absurdos tópicos como "hola, ¿qué tal?".
Subo las escaleras de dos en dos, mi corazón va desbocado por la carrera, menos mal que es un primero y en apenas media docena de zancadas he alcanzado su puerta, me espera entreabierta. Tras ella, en una penumbra que abraza toda la casa, un novio ansioso y tan acelerado como yo.
Sobran los saludos, en ese momento totalmente innecesarios, nos sobra la ropa pero nuestras bocas ya se han lanzado en busca de la otra y somos incapaces de llevarles la contraria. Chocamos contra el mueble del recibidor. La fuerza del impacto no hace otra cosa sino provocar un acercamiento de nuestro cuerpos. El calor que irradiamos traspasa la ropa, y eso, desde luego, no es el móvil.

El reloj me quema en la muñeca. El tic-tac me taladra los oídos. No quiero abrir los ojos y que el imparable paso del tiempo me abofetee con la Realidad. Esa asquerosa Realidad en la que tenemos una media de 20 minutos a la semana para que nuestros cuerpos hablen. No, no quiero mirar el reloj, y no lo miro. Me pierdo en la fragancia frutal que le envuelve, que ahora me envuelve a mi también, y que se enredará en mi pelo, para horas después conseguir transportarme de nuevo a esos deliciosos minutos de los que gozamos.

Somos marionetas a mereced de nuestros más viscerales deseos. Sin conciencia, hemos acabado en su habitación y nuestras manos han despertado de su letargo, tironeando con ansia de las prendas que nos cubren.

Entre sudores y roce de piel, un instante de lucidez. Por primera vez desde que estoy en sus brazos abro un ojo, y dejo que sí, que me abofetee la Realidad. Apenas nos quedan 5 míseros minutos. Darán de sí lo suficiente para enrojecernos los labios por nuestros frenéticos besos. 1 minuto para recuperar las prendas perdidas y dispersas por el suelo. Otro para la dura y silenciosa despedida, y lo que me reste será para correr tan rápido como sean capaces mis piernas de vuelta al instituto.

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